LA CEGUERA

Era un hombre sin apetitos. Nada exaltaba sus emociones, nada lograba corromper sus principios. Llevaba consigo un catálogo de expresiones y frases prefabricadas que le ayudaban a salir del paso cada vez que se enfrentaba a la realidad. Para saludar se limitaba a un parco "¿qué tal?", si pedía su opinión sobre algo, por lo general, me obligaba a conformarme con un "no estoy muy seguro, quizá deba pensarlo" y se pasaba años pensando, pues nunca terminaba de responder. Así era él, distante, solitario, inexpresivo. Por momentos dudaba de su condición de ser humano, me preguntaba si realmente no estaba ante una rara criatura que se medía entre lo animal y lo autómata.
Comía poco. Nunca bebió ni fumó. Jamás manifestó pasión alguna, salvo la necesidad irreductible de estar solo. No recuerdo un abrazo, un gesto de cariño. Tampoco un maltrato. Era un hombre impedido, por su propia naturaleza, a sentir como hombre. Sin embargo, era hermoso. Sus ojos proyectaban una mirada hipnotizante. Su piel era blanca y muy suave. Su manera de caminar, sus movimientos, su respiración enganchaban a cualquiera. Todo eso me cautivó.
Me enamoré de un hombre sin apetitos y me convertí en una solitaria y hambrienta compañera.