PRESA FÁCIL

Fue una mañana cuando lo vi pasar. Cruzó la calle y me vio de reojo. Bastó con esa mirada indirecta para que cayera rendida a sus pies e imaginara mi vida entera a su lado. Había encontrado, por fin, al hombre de mi vida. Decidí seguirlo para simular un encuentro fortuito que llamara su atención. Un tropezón fingido me ayudó. Conseguí que me viera, acaparé su mirada y lancé el anzuelo. Lo envolví poco a poco, fui tejiendo la más dulce de las telarañas, me convertí en todo lo que siempre soñó. Fui confeccionando el más tierno disfraz de amante perfecta; hasta la mirada me cambió. Dejó todo por mí. Abandonó una vida cómoda a cambio de entregarse a "la mejor mujer que se había podido encontrar".
Con el tiempo me fui cansando. La pose de pareja comprensiva se me hacía cada vez más difícil. Detestaba casi todo lo que en algún momento fingí disfrutar y poco a poco se me fue agotando la paciencia. Me transformé en la bruja de la que siempre hablan, la mujer amargada, insatisfecha, frustrada. Me fui marchitando hasta que un día, cuando ya casi no quedaba ni un minúsculo indicio de aquella mujer, decidí dar un portazo. Así llegó el final. Se acabó. Finito. Kaputt. Lo abandoné en plena tormenta sin mirar atrás.
Ahora, necesito volver a ser yo, recuperarme del horror y la frustración. Necesito reencontrarme.
He experimentado la sensación de ser dos. En algún momento, no sé cuál, me desdoblé. Quizá deba esperar. Estos son los momentos en los que nos convertimos en presa fácil. En mango bajito.
Fue una tarde cuando lo vi. Almorzaba solo en un café. Bastó que me mirara de reojo para saber que esta vez, sin duda alguna, había encontrado al hombre de mi vida. A ver cómo hago para llamar su atención.